lunes, 10 de octubre de 2011

otoño

Será porque al otoño se regresa, a diferencia de las demás estaciones donde por lo general uno va o se aproxima o se prepara para ellas, que no deja de ser un período cálido a pesar de que invariablemente la temperatura comienza a descender.

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Las hojas que ahora caen, que se desprenden y crujen bajo las pisadas de la gente, anuncian –certifican- el fin del verano -parece que fue hace ya un siglo- y presagian lo poco que queda para que estemos protegidos bajo paraguas y usando bufandas y más ensimismados que de costumbre.

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Pero por suerte es otoño, por suerte, me digo: se avecinan días rojizos, amarillos y marrones que darán paso a la escala de grises del invierno.

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Confío en las estaciones, en los ciclos. En los cambios de estación. En los cambios, en general. Después de vivir años en medio de un desierto –el de Atacama, el más árido del planeta-, donde apenas varían las temperaturas y sí lo hacen es tan solo del calor diurno a la gelidez nocturna, y el paisaje es desesperantemente idéntico a lo largo de todo el año, de todos los años, me consuela el otoño, me alegra que en Madrid sea otoño otra vez.

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Una estación intermedia como la primavera, pero sin su glamur tecnicolor. Nada es mucho: ni el calor ni el frío. Ni las dudas ni las certezas. Más que a vivir, parecemos propensos a recordar o evocar, aun a sabiendas –o precisamente por lo mismo- de que estamos dejando partir los recuerdos recién creados, que serán pronto el recuerdo de un recuerdo hasta destilar en una versión remotamente similar o a veces insólita, pero nunca igual a la que dio origen a esos recuerdos.

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Dejamos partir también a algunas personas que participaron de la fantasía estival que ahora cede ante rutinas, labores y responsabilidades.
Cambiamos hasta el playlist -que tiende a ralentizarse- en nuestros dispositivos de audio.

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Soñamos con próximos veranos, con los que van quedando, pero dejamos de soñar con aquello que no se cumplió y, como las hojas, el viento se lleva siempre lejos.

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Al revés de las aves migratorias, prefiero permanecer bajo estas nubes plateadas, asistir al lento marchitar de todo, como si fuese una invitación a ir más al cine, a leer más novelas: a migrar hacia adentro con la total complicidad del clima.

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El verano tiene el encanto de la expectativa, la primavera es un estallido y el invierno le confiere al entorno una estética cautivante. El otoño, en cambio, es señal de madurez tirando a fruta podrida, de lo perdido, de las cosas que terminan llegado su momento. Durante el otoño renunciamos sin darnos cuenta, nos rendimos y aprendemos una vez más que, como cantaba Moris, nada puede escapar y todo tiene un final.

Un final que comenzará, gracias al cielo, de nuevo el próximo año.

Dos de las más emblemáticas musas de Romher, Marie Rivière y Béatrice Romand, en Cuento de Otoño.

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